martes, 10 de noviembre de 2009

Lunes 19 de octubre

La universidad de las uñas.
Inspiración brindada por Ionesco.


EXPERIENCIA DEL TEATRO
De Notas y contranotas (1966)

Eugene Ionesco

Cuando se me hace la pregunta: "¿Por qué escribe piezas de teatro?" me siento siempre muy confuso, no sé qué responder. A veces me parece que me dediqué a escribir teatro porque lo detestaba. Leía obras literarias, ensayos, iba a cine con gusto. Escuchaba de vez en cuando música, visitaba las galerías de arte, pero casi nunca iba al teatro.

Cuando, por simple casualidad, iba al teatro, era para acompañar a alguien o porque no había podido rehusar una invitación, porque estaba obligado.

No sentía ningún placer; no participaba. El juego de los comediantes me fastidiaba, ellos me fastidiaban. Las situaciones me parecían arbitrarias. Había algo de falso a mi parecer, en todo eso.

La representación teatral no tenía magia para mí. Todo me parecía un poco ridículo, un poco pesado. Por ejemplo, no comprendía cómo uno podía ser comediante.

Me parecía que el comediante hacía una cosa inadmisible, reprensible. Renunciaba a sí mismo, se abandonaba, cambiaba de piel. ¿Cómo podía aceptar ser otro? ¿Representar un personaje? Para mí era una especie de trampa vulgar, visible, inconcebible.

Sin embargo el comediante no llegaba a ser otro, lo que era peor, aparentaba. Eso me parecía penoso, y, de cierta manera, deshonesto. "Cómo actúa de bien", decían los espectadores. Para mí, actuaba mal, y estaba mal actuar.

Ir al teatro era para mí ir a ver gente, aparentemente seria, darse al espectáculo. Sin embargo no soy absoutamente realista. No soy un enemigo de lo imaginario. Al contrario siempre pensé que la verdad de la ficción era más profunda, más cargada de significación que la realidad cotidiana. El realismo, socialista o no, no alcanza a ser realidad. El la disminuye, la atenúa, la falsea, no tiene en cuenta nuestras verdades y obsesiones fundamentales: el amor, la muerte, el asombro. Ese realismo presenta al hombre en una perspectiva reducida, alienada; nuestra verdad está en nuestros sueños, en la imaginación; todo a cada instante, confirma esta afirmación. La ficción ha precedido a la ciencia. Todo lo que soñamos, es decir todo lo que deseamos, es verdadero (el mito de Icaro precedió la aviación, y si Ader y Blériot volaron, es porque todos los hombres habían soñado volar). No hay nada verdadero más que el mito: La historia, intentando realizarlo, lo desfigura, lo empobrece; la historia es impostura, mistificación, cuando pretende haber logrado el mito. Todo lo que soñamos es realizable. La realidad no tiene que ser realizable: no es sino lo que es. Es el soñador, el pensador, el científico, o el revolucionario, el que intenta cambiar el mundo.

La ficción no me molestaba en la novela y hasta la admitía en el cine. La ficción novelesca tanto como mis propios sueños se me imponía naturalmente como una realidad posible. El papel de los actores de cine no provocaba en mí ese malestar inefable, esa incomodidad producida por la representación en el teatro.

¿Por qué la realidad teatral no se imponía sobre mí? ¿Por qué su verdad me parecía falsa? Y lo falso, ¿por qué quería pasar por verdadero? ¿Era culpa de los comediantes? ¿del texto?, ¿mía? Creo entender ahora que lo que me molestaba en el teatro, era la presencia en la escena de unos personajes de carne y hueso. Su presencia material destruía la ficción. Allí había como dos planos de la realidad, la realidad concreta, material, empobrecida, vacía, limitada, de esos hombres vivos, cotidianos, moviéndose y hablando en escena, y la realidad de la imaginación, las dos cara a cara, no se concilian, son irreductibles la una a la otra: dos universos antagónicos que no llegan a unificarse, a confundirse.

Y era eso en efecto: cada gesto, cada actitud, cada réplica dicha en escena destruía, a mis ojos, un universo que ese gesto, esa actitud, esa réplica se proponía justamente hacerla surgir: era para mí un verdadero aborto, una especie de culpa, una especie de necedad. Si usted hace oídos sordos a la música de baile que toca la orquesta pero sigue mirando a los bailarines, puede notar cuán ridículos le parecen y cuán insensatos sus movimientos; así mismo si alguien se encuentra por primera vez en la celebración de un culto religioso, todo el ceremonial le parecerá incomprensible y absurdo.

Yo asistía al teatro con una conciencia de cierto modo desacralizada, y era eso lo que hacía que no me gustara, que no lo sintiera, que no me involucrara.

Una novela, es una historia que se nos cuenta inventada o no, eso no tiene importancia, nada nos impide creerla; una película, es una historia imaginaria que se nos presenta. Es una novela en imágenes, una novela ilustrada. Una película es también una historia narrada, visualmente por supuesto, eso no cambia nada su naturaleza, se la puede creer; la música es una combinación de sonidos, una historia de sonidos, de aventuras auditivas; un cuadro es el orden o el desorden de las formas, de los colores, de los planos, no hay necesidad de creerlo, o de no creerlo, está ahí, es evidencia. Es suficiente que sus elementos correspondan a las exigencias ideales de la composición, de la expresión pictórica. Novela, música, pintura, son construcciones puras, no contienen elementos que les sean heterogéneos, es por eso que son válidas y admisibles. El mismo cine puede bastar, ya que es una secuencia de imágenes, es lo que lo hace también puro, mientras que el teatro me parecía esencialmente impuro; la ficción estaba allí mezclada de elementos extraños, era una ficción imperfecta, una materia bruta que no había sufrido una transformación indispensable, una mutación. En suma, todo me exasperaba en el teatro. Cuando veía a los comediantes identificarse totalmente con los personajes dramáticos y llorar por ejemplo en la escena, con verdaderas lágrimas, eso era insoportable, indecente.

Los mismos textos de teatro que había podido leer me disgustaban. ¡No todos! Pues no estaba sordo a Sófocles o a Esquilo, ni a Shakespeare, ni a ciertas piezas de Kleist o de Büchner. ¿Por qué? Porque la lectura de sus textos es extraordinaria por cualidades literarias que en mi opinión no son específicamente teatrales. En todo caso, después de Shakespeare y de Kleist, no creía haber disfrutado de la lectura de piezas de teatro. Strindberg me parecía insuficiente, torpe. El mismo Molière me aburría. Esas historia de avaros, de cornudos, no me interesaban. Su espíritu ametafísico me disgustaba. Shakespeare ponía en el papel la totalidad de la condición y del destino del hombre. Los problemas en Molière me parecían, en el fondo, relativamente secundarios, a veces dolorosos, aún dramáticos, nunca trágicos; pues podían ser resueltos. No se puede encontrar solución a lo insoportable, y sólo lo que es insoportable es profundamente trágico, profundamente cómico, esencialmente teatro.

¿Se debe renunciar al teatro si rehusamos asignarle un papel de padrinazgo, o de avasallar a otras formas de las manifestaciones del espíritu, a otros sistemas de expresión? ¿Puede él tener su autonomía como la pintura o la música?

El teatro es una de las artes más antiguas. Pienso que hay que tenerlo en cuenta. Uno no puede hacer otra cosa que entregarse al deseo de hacer aparecer en una escena personajes vivos, a la vez reales e inventados. No se puede resistir a esta necesidad de hacerlos hablar, vivir delante de nosotros. Encarnar los fantasmas, dar vida, es una aventura prodigiosa, irremplazable, al punto que me ocurrió estar maravillado, mirando súbitamente moverse sobre el tablado de los "Noctámbulos", en la repetición de mi primera pieza, personajes salidos de mí. Tuve horror. ¿Con qué derecho había hecho eso? ¿Estaba pennitido? Y Nicolás Bataille, mi actor, ¿cómo podía llegar a ser M. Martin?... era casi diabólico. Así es que a partir de mis escritos para teatro, por completa casualidad y con la intención de tomarlos en broma, me dediqué a apreciarlo, a redescubrirlo en mí, a comprenderlo, a fascinarme con él; y comprendí lo que tenía que hacer.

He pensado que los escritores de teatro demasiado inteligentes no lo eran tanto, que los pensadores no podían, en el teatro, encontrar el lenguaje del tratado filosófico; que cuando ellos querían aportar al teatro demasiadas sutilezas y matices, eran a la vez muchos y muy pocos: que, si el teatro no era sino una amplificación deplorable de los matices que me molestaban, no era entonces más que una amplificación insuficiente. Lo demasiado aparente no lo era tanto, lo muy poco matizado lo era demasiado.

Entonces si el valor del teatro estaba en la amplificación de los efectos, había que acentuarlos aún más, subrayarlos, enfatizarlos al máximo. Llevar al teatro más allá de esta zona intermedia que no es ni teatro, ni literatura, es restituirlo a su elemento propio, a sus límites naturales. No era necesario esconder los trucos, sino hacerlos más visibles todavía, deliberadamente evidentes, ir al fondo en lo grotesco, la caricatura, más allá de la pálida ironía de las espirituales comedias de salón. Nada de comedias de salón, sino la farsa, la carga paródica extrema. Humor, sí, pero con los medios de lo burlesco. Un cómico duro, sin sutilezas, excesivo. Comedias dramáticas, tampoco. Sino regresar a lo insoportable. Llevar todo al paroxismo, ahí donde están las fuentes de lo trágico. Hacer un teatro de violencia: violentamente cómico, dramático.

Evitar la psicología o más bien darle una dimensión metafísica. El teatro está en la exageración extrema de los sentimientos, exageración que distorsiona la simple realidad cotidiana. Pero que distorsiona también el lenguaje, lo desarticula.

Si de otra parte los comediantes me fastidiaban porque me parecían muy poco naturales, era porque ellos eran o querían ser demasiado naturales: renunciando a hacerlo, llegarán a lograrlo quizá de otra manera. Ellos no deben tener miedo de no ser naturales.

Para librarse de lo cotidiano, de los hábitos, de la pereza mental que nos arrebata el asombro por el mundo, es preciso recibir como un verdadero porrazo. Sin una nueva virginidad del espíritu, sin una nueva toma de conciencia, purificada, de la realidad existencial, no hay teatro, tampoco hay arte; es necesarlo realizar una especie de dislocación de lo real, que debe preceder a su reintegración.

En este sentido, a veces se puede emplear un procedimiento: ir en contra del texto. En un texto insensato, absurdo, cómico, se puede incorporar una puesta en escena, una interpretación grave, solemne, ceremoniosa. Por el contrario, para evitar el ridículo de las lágrimas fáciles, de la sensiblería, se puede, en un texto dramático, incorporar una interpretación pintoresca, indicar, por medio de la farsa, el sentido trágico de una pieza. La luz deja la sombra más oscura, la sombra acentúa la luz. Por mi parte, nunca he comprendido la diferencia que se establece entre lo cómico y lo trágico. Siendo lo cómico intuición de lo absurdo, me parece más desesperante que lo trágico. Lo cómico no ofrece salida. Digo "desesperante", pero, en realidad, está debajo o más allá del desasosiego o de la esperanza.

Para algunos, lo trágico puede parecer, en un sentido, reconfortante, pues si se quiere expresar la impotencia del hombre vencido, destruido por la fatalidad por ejemplo, lo trágico reconoce, así mismo, la realidad de una fatalidad, de un destino, de las leyes que rigen el Universo, a veces incomprensibles, pero objetivas. Y esta impotencia humana, esta inutilidad de nuestros esfuerzos puede también, en cierto sentido, parecer cómica.

He hablado sobre todo de cierta técnica, del lenguaje de teatro, el lenguaje que le es propio. La materia, o los temas sociales, pueden muy bien constituir, al interior de ese lenguaje, materia y temas del teatro. Se puede ser objetivo a fuerza de subjetividad. Lo particular alcanza la generalidad y la sociedad es evidentemente un dato objetivo: sin embargo, veo lo social, es decir, más bien, veo la expresión histórica del tiempo al cual pertenecemos, a través del lenguaje, con el lenguaje basta (y todo lenguaje es también histórico, circunscrito a su tiempo, es innegable), veo esta expresión histórica implicada naturalmente en la obra de arte, queramos o no queramos, consciente o no, pero más viva y más espontánea que deliberada o ideológica.

De otra parte lo temporal no busca lo intemporal y lo universal: más bien se somete a ellos.

Hay estados del espíritu, intuiciones, absolutamente extra‑temporales, extra‑históricas. Cuando en una mañana prometedora me despierto tanto de mi sueño nocturno como del sueño mental de la costumbre y súbitamente tomo conciencia de mi existencia, y de la presencia universal, todo me parece extraño y a la vez familiar, cuando el asombro de ser me invade, ese sentimiento, esa intuición pertenecen a cualquier hombre, a cualquier época. Ese estado del espíritu, se lo puede recobrar expresado casi con las mismas palabras de los poetas, de los místicos, de los filósofos, que lo sienten profundamente, como yo lo siento y como lo han sentido profundamente todos los hombres, si no están muertos espiritualmente o enceguecidos por las tareas de la política; se puede recobrar este estado del espíritu, claramente expresado, absolutamente igual, tanto en la Edad Media, como en la Antigüedad, como en cualquier siglo "histórico". En ese instante eterno, el zapatero y el filósofo, el "esclavo" y el "maestro", el cura y el profano, se reencuentran, se identifican.

Lo histórico y lo antihistórico se ligan, se acercan igualmente en la poesía, la pintura. La imagen de la mujer que se peina es idéntica en ciertas miniaturas persas y en algunas estelas griegas y etruscas, en algunos frescos egipcios; un Renoir, un Manet, algunos pintores del siglo XVII o del XVIII no tuvieron necesidad de conocer las pinturas de otras épocas para recobrar y expresar la misma actitud, sentir verdaderamente la misma emoción frente a esta actitud revestida de la misma gracia sensual inalterable.

Elijamos un gran ejemplo de nuestro conocimiento: en el teatro, cuando veo a Ricardo II destronado, preso en una celda, abandonado, no es a Ricardo II a quien veo sino a todos los reyes de la tierra destronados, y no solamente a todos los reyes destronados, sino también nuestras creencias, nuestros valores, nuestras verdades desacralizadas, corruptas, usadas, las civilizaciones que se desploman, el destino. Cuando Ricardo II muere, asisto a la muerte de lo más querido e íntimo; soy yo mismo quien muere con él. Ricardo II me hace tomar una conciencia aguda de la verdad eterna que olvidamos a través de las historias, esta verdad simple y absolutamente banal en la cual no pensamos: yo muero, tú mueres, él muere.

De este modo, no es historia en fin de cuentas, lo que hace Shakespeare, aunque se sirva de historia; no es la historia, sino que él me presenta mi historia, nuestra historia, mi verdad más allá del tiempo, a través de un tiempo más allá del tiempo, alcanzando una verdad universal, despiadada. De hecho, la obra maestra teatral tiene un carácter mucho más ejemplar: me devuelve mi imagen, es mi espejo, ha tomado conciencia, historia ‑orientada más allá de la historia hacia la verdad más profunda. Podemos encontrar que las razones, dadas por tal o cual autor, de las guerras, de las luchas civiles, de las rivalidades por el poder, son justas o no, se puede estar de acuerdo o no con esas explicaciones. Pero no se puede negar que todos los reyes han caído, que murieron, y la toma de conciencia de esta realidad, de esta evidencia permanente, del carácter efímero del hombre, conjugada con su necesidad de eternidad, se hace, evidentemente, con la emoción más profunda, con la conciencia trágica más aguda, con pasión. El arte es el dominio de la pasión, no esa de la enseñanza escolar; se trata ‑en esta tragedia de las tragedias‑ de la revelación de la más dolorosa realidad; aprendo o vuelvo a aprender lo que ya no pensaba más, lo aprendo de la única manera poética posible, participando con una emoción no mistificada o desnaturalizada que ha roto las barreras de papel de las ideologías, del árido espíritu crítico o "científico". No me arriesgo a ser engañado sino cuando asisto a una pieza de tesis, no de evidencia: una pieza ideológica, comprometida, pieza de impostura, y no poéticamente, profundamente verdadera, como sólo pueden serlo la poesía o la tragedia. Todos los hombres mueren en la soledad; todos los valores se degradan en el desprecio: eso es lo que me dice Shakespeare. "La celda de Ricardo es verdaderamente la de todas las soledades". Quizá Shakespeare quiso contar la historia de Ricardo II: si no hubiese contado más que eso, esta historia de otro, no me conmovería. Pero la prisión de Ricardo II es una verdad que no se hundió con la historia: sus muros invisibles se sostienen aún, mientras que tantas filosofías y sistemas han naufragado. Y todo eso es válido porque ese lenguaje es el de la evidencia viva, no aquel del pensamiento discursivo y demostrativo; la prisión de Ricardo II está ahí, delante de mí, más allá de toda demostración; el teatro es esta presencia eterna y viva; él responde, sin ninguna duda, a las estructuras esenciales de la verdad trágica, de la realidad teatral; su evidencia no tiene que ver con las precarias verdades de las abstracciones, ni con el teatro que se dice ideológico: es cuestión de arquetipos teatrales, de la esencia del teatro, del lenguaje teatral. De un lenguaje que en nuestros días se ha perdido, donde la alegoría, la ilustración escolar parecen sustituir la imagen de la verdad viva, que es preciso recobrar. Todo lenguaje evoluciona, pero evolucionar, renovarse, no es abandonarse y llegar a ser otra cosa; es reencontrarse siempre, en cada momento histórico. Se evoluciona conforme a sí mismo. El lenguaje de teatro no puede ser sino lenguaje de teatro.

Admitiendo que lo que he sostenido no sea falso, me pueden decir que no es nuevo del todo. Si llegamos incluso a decir que son verdades esenciales sería feliz del todo, pueeto que nada es más difícil que recuperar las verdades esenciales, las bases fundamentales, las certidumbres. Los mismos filósofos no buscan más que descubrir las verdades seguras. Son justamente las verdades esenciales lo que se ha perdido de vista, lo que se ha olvidado. Es por eso que llegamos a la confusión y por lo que ya no nos entendemos.

De otro lado, lo que acabo de decir no constituye una teoría preconcebida del arte dramático. Eso no ha precedido, sino más bien ha venido después de mi experiencia muy personal del teatro. Esas ideas salen de mi reflexión sobre mis propias creaciones, buenas o malas. No tengo ideas antes de escribir una pieza. Las tengo una vez he escrito la pieza, o cuando no escribo. Pienso que la creación artística es espontánea. Lo es para mí.

Para un autor denominado de "vanguardia", arriesgo al reproche de no haber inventado nada. Pienso que se descubre al mismo tiempo que se inventa, y que la invención es descubierta o redescubierta; y si se me considera como autor de vanguardia, no es mi culpa. Es la crítica la que me considera así. Eso no tiene importancia. Esta definición vale lo que otra. No quiere decir nada. Es una etiqueta.

Evidentemente, una cantidad de problemas no han sido abordados. Quedá por precisar qué hace, por ejemplo, que un escritor de teatro como Feydeau, aunque tenga una técnica, una mecánica perfectas, es mucho menos grande que otros escritores de teatro que también tienen una técnica perfecta o algunas veces menos perfecta. Es que, de cierto modo, todo el mundo es filósofo: es decir, que todo el mundo descubre una parte de lo real, la que puede descubrir por sí mismo. Cuando digo filósofo, no hablo del técnico de la filosofía, que no hace más que explotar las otras visiones del mundo. En este sentido, puesto que el artista aprehende directamente lo real, es un verdadero filósofo. Y es de la amplitud, de la profundidad, de la agudeza de su visión verdaderamente filosófica, de su filosofía viva, que resulta su grandeza. La cualidad de la obra artística proviene justamente del hecho de que esta filosofía es "viva", que es vida y no pensamiento abstracto. Una filosofía se debilita en el momento en que una filosofía nueva, un sistema nuevo la supera. Al contrario, las obras de arte que son filosofía viva, no se niegan las unas a las otras. Es por eso que pueden coexistir. Las grandes obras maestras, los grandes poetas, parecen justificarse, completarse, confirmarse los unos a los otros; Esquilo no fue negado por Calderón, ni Shakespeare por Chéjov, ni Kleist por los "No" japoneses. Una teoria científica puede anular otra teoría, pero las verdades de las obras de arte se sustentan las unas a las otras. Es el arte el que parece justiftcar la posibilidad de un liberalismo metafísico.

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